Un Refugio en las Palabras: El relato que no ganó

viernes, 22 de agosto de 2008

El relato que no ganó

Abrigada por el silencio de una noche como cualquier otra, en la que las estrellas la observan fijamente, sin verla, debajo de la manta de cartones que se ha fabricado y que no cubren la función que debieran se encuentra ella. La simple brisa de una noche de verano se abre paso a través de esa mezcla de pasta de un árbol caído y cola inerte que no muere ni mata, pero tampoco da calor a un cuerpo tembloroso y encogido que lucha contra el frío de una interminable noche más en el universo de los grandes olvidados de este mundo cada vez más pobre.

Lleva un abrigo que le llega hasta los tobillos, el cual encontró en uno de sus paseos diarios por la ciudad en busca de algo para comer y de algún nuevo invento para combatir las bajas temperaturas de las noches de invierno. Vio un retazo de tela que colgaba de uno de los contenedores distribuidos por la ciudad, destinados a que la gente recicle su conciencia metiendo la ropa que nadie quiere en bolsas de plástico para donarlas a quien nada tiene, como Lucía…

…Si quieren ser solidarios que me dejen un traje de noche o unas zapatillas a las que no les falte media suela- pensaba- no montones de arapos que me cubren como un “collage” sin taparme las vergüenzas.

Lucía siempre había sido una mujer con carácter. Desde muy pequeñita se enfurruñaba cuando sus padres no le otorgaban sus caprichos y de vez en cuando conseguía algo, pero por norma general la batalla entre el llanto rabioso de una niña y la testarudez de un padre serio acababa con victoria para el bando adulto. Su padre, Carlos, era un tipo normal, había sido profesor de biología de un instituto durante muchos años e incluso llegaron a ofrecerle trabajo en la universidad, pero se negó porque según el…

…En la universidad había más política que educación

Precisamente, ese pensamiento le animó pocos años después a abrir una escuela para adultos y ayudar así a personas, que no habían podido estudiar en su momento, a sacarse el graduado escolar; aquello le hizo sentir que estaba haciendo algo útil. Lucía siempre pensaba que si en el mundo hubiera más personas como su padre todo sería mucho más justo.

La madre de Lucía, Ana, era todo un ejemplo de superación y fuerza interior: Venía de familia pobre de Tui, un pueblecito en el interior de Galicia fronterizo con Portugal. Desde muy pequeña se dedicó a ayudar a su madre en las tareas de la casa y sólo cuando sobraba tiempo acudía a la escuela. Con 16 años, sus padres la mandaron a Alicante a vivir con unos tíos que la cuidaron como si de su propia hija se tratase. Tuvo que dejar el instituto para ponerse a trabajar ayudando a su tía en las taquillas del teatro principal. Conoció a Carlos en un concierto de Joan Manuel Serrat, se casaron y fruto de aquella relación nació Lucía. Fue entonces cuando Ana demostró aquello de “Quien quiere, puede”: empezó a estudiar por su cuenta, consiguió el graduado escolar, con el apoyo y la ayuda de su marido, que le hacía exámenes todas las semanas, Se matriculó en el bachillerato a distancia y consiguió aprobar la selectividad con una nota lo suficientemente alta para poder acceder a psicología.

Le quedaba sólo un año y el practicum cuando el matrimonio decidió hacer una escapada a Madrid. Querían visitar el museo del Prado, el Jardín botánico, el parque del Retiro… y todas las maravillas que les ofreciera la capital pero todo se torció cuando, por una broma macabra del destino, el peor atentado de la historia de España se los llevó en Atocha el 11 de marzo del 2004.

Lucía estaba en casa aquella mañana, había decidido no ir a la universidad porque los jueves sólo tenía dos clases en todo el día y quería aprovechar para ordenar un poco la casa marcada todavía por los restos de la pequeña “reunión de amigos” que había organizado el fin de semana.

No se despertó temprano, tenía todo el día para limpiar y sus padres no llegaban hasta el día siguiente. Se levantó, sus enormes ojos verdes no conseguían abrirse del todo pegados aún por el legañoso despertar. Se recogió en una coleta su largo pelo negro aunque sus perfectos rizos le hacían mas laboriosa la acción. Paseando su estilizado cuerpo por la casa llegó a la cocina, se vio reflejada en el frigorífico y no pudo evitar esbozar una sonrisa al observar que en la comisura de sus labios gruesos, carnosos y suaves aún se podía ver pasta de dientes sin enjuagar; algo normal, sí, lo insólito era que estaba justo debajo del lunar que tenía en la parte superior de su boca. Utilizando su infinita imaginación Lucia hizo de aquella imagen la espuma de un mar removido alumbrada por la luna llena.

Se sirvió cereales en un cuenco, abrió la nevera para coger la leche y se lo llevó todo al salón para desayunar mientras veía la tele. Se acomodó en el sofá, cruzó sus largas piernas y se colocó la bandeja en perfecto equilibrio, aunque cuando fue a coger el mando de la tele vio más lógico coger el cuenco con las manos y dejar la bandeja en la mesa. Encendió la tele y la primera imagen que apareció fue la de un amasijo de metal, rodeado de humo y fuego, que se divisaba detrás de cientos de bomberos vestidos de amarillo que iban y venían por delante de la imagen. No conseguía entender que era aquello, entonces se detuvo a leer el letrero que pasaba lentamente por la parte inferior de la pantalla:

"Atentado en cuatro trenes de cercanías en Madrid, se desconoce el número de víctimas”

El cuenco estalló en mil pedazos al golpear contra el suelo. Los trozos de cereales salieron esparcidos como la metralla de las bombas que habían acabado con la vida de sus padres y la leche se derramó, por toda la alfombra, expandiéndose como el luto que cubriría su vida desde aquel momento.

Cinco largos años habían pasado desde aquella mañana. Lucía ya no volvió a ser aquella princesa de ojos verdes que desde el primer año de medicina había ido recibiendo cartas de felicitación del ministerio por ser la estudiante con el mejor expediente de su comunidad, ya no volvió a ser la dulce niña de cuerpo perfecto que a pesar de todo siempre fue fiel a su chico a quien nunca dejó de amar. Desapareció la sobrina atenta, la prima a la que se le podía confiar cualquier secreto, la nieta que iluminaba la vida de su abuela; se perdió aquella Lucía a la que su padre le pedía, cada mañana, que se pusiera el calcetín para ir a saludar al nuevo día en el que estaban preparados el agua, el sol y el barro y si faltaba ella no habría milagro.

Ahora, Lucía era una mujer de 28 años que vagaba por las calles de Alicante buscando algo para comer y alguna manta que sustituyera a los cobardes cartones que nunca querían enfrentarse al frío. Sus bellos rizos se escondían hoy debajo de un gorro de lana convertidos en una maraña de pelo estropajoso, estropeado por los años y ensuciado por la soledad y la pena. Su cuerpo escultural, ahora cubierto con su apreciado abrigo, se había convertido en un grabado de huesos sobre piel envejecida que había perdido toda la belleza y sensualidad que antaño hubiera hecho perder la cabeza a cualquier hombre.

La luna llena seguía alumbrando la espuma de aquel mar rabioso, ahora cubierto por nubes de alquitrán que amenazan tormenta de lágrimas sobre él. Con los años, aquel mar se convirtió en una superficie agrietada de tierra seca, representada por la huella de cualquier pelea olvidada, por conseguir un buen sitio para refugiarse del frío y que se había zanjado con un bofetón o algo peor, sustituyendo aquella simpática mancha de pasta de dientes por una dolorosa herida.

Lo único que no había perdido era la profundidad de aquellos ojos verdes que hipnotizaban cuando te miraban mientras pedía limosna y conseguían que la gente que se cruzaba en su camino la viera por primera vez como a cualquier indigente, pero segundos después se volvieran bruscamente y ella aguantando la mirada demostraba que no necesitaba su compasión, mostrándoles una dolorosa realidad.

Aquella indigente de ojos verdes, pelo rizado y abrigo largo, como lo eran todos sus días, se paseaba, cada mañana, la explanada de arriba abajo, y sin que nadie lo supiera, estaba dando una lección magistral a todas y cada una de las personas que se perdían en su mirada. Les mostraba que cualquiera de ellos podía acabar en aquella situación: daba igual el dinero que tuvieras, lo inteligente y hermosa que fueras… todo podía torcerse en el desayuno, todo podía cambiar en un segundo, todo podía convertirse de repente en nada.

Lucía, sabía que el mundo era tan susceptible de cambio como cualquier cosa que dependiera de la acción del hombre, pero también sabía que ella tenía algo que muy poca gente apreciaba y que ella consideraba su billete hacia cualquier parte: no tenía absolutamente nada que perder. Si a eso le sumamos la tremenda facilidad de este ángel de ojos verdes de viajar a cualquier lugar con su imaginación, nos daremos cuenta que esta “pobre desgraciada” era mucho más feliz que cualquiera nosotros y que en realidad los “pobres desgraciados” somos todos aquellos que únicamente vemos la parte del mundo que se nos muestra.

Lucía, cada día abría su cuaderno maltratado por el tiempo, el clima y las ratas que en algún momento de su existencia habría tenido unas bonitas tapas azules y que había encontrado en una caja entre montañas de informes, carpetas y material de oficina. Se sentaba en cualquier rincón cerca del mar: ya fuera el puerto, la playa del Postiguet o incluso el castillo de Santa Bárbara con el mediterráneo de telón de fondo. Cerraba los ojos y dejaba que las olas le susurraran. Entonces, Lucía, abrazaba el bolígrafo con sus dedos y empezaba a liberar palabras que caían en las hojas del cuaderno como si de lluvia se tratase. Al principio las palabras aparecían como gotas de un tímido chispeo creativo que a no acababa de arrancar, pero de repente la mente de Lucía se abría y las palabras se liberaban como un diluvio, aterrizando en el papel gastado que ganaba belleza con cada frase hasta acabar empapado de historias.

Lucía imaginaba mundos de ensueño en los que pudiera ser lo que deseara en cada momento, poseer todo aquello que quisiera con solo plasmarlo en el papel. Su patria era su cuaderno, su hogar era todo aquello que imaginaba, la llamaban “sin techo” y vivía en un mundo donde los límites los marcaba ella, donde nada podía dañarla… Los folios si eran valientes, no como los cobardes cartones que no la refugiaban del suelo, esta mezcla de pasta de árbol caído y cola inerte sí la llenaban de vida: le daban la libertad de poder volar, de poder imaginar un mundo lleno de bosques donde no existieran trenes, ni aviones, ni bombas, ni maldad…Sólo personas que no molestaran a nadie, a quienes no les preocupara tener más o menos sino que cada cual fuera libre de pensar como quisiera y de actuar como le viniera en gana, sin que nadie le mirara por encima del hombro. Un mundo, en el que pudiera correr durante horas por un prado verde, sin coches ni obstáculos y sabiendo que al final encontraría a sus padres esperándola para que aquella carrera acabara en brazos de su padre, alzándola y abrazándola mientras su madre le acariciara el pelo volviendo a ser aquella niña inocente cuyo mayor problema fuera que alguna vez la rabieta ganara a la autoridad paterna.

En cada hoja de su cuaderno se relataba un viaje hacia lugares a los que sólo ella sabía llegar y donde sólo podían entrar las personas a las que ella invitaba. Viajes que nunca sabía cuánto iban a durar, durante los cuales se sentía realmente feliz, se sentía en casa.

Durante 5 años, Lucía, viajó cada día sin repetir nunca un destino. Nunca vio dos paisajes iguales, domó a un dragón indomable, conversó con magos y hadas que le dieron la receta para un mundo perfecto, se hizo amiga de un unicornio, compartió mesa con un centauro, jugó al poker con un Fauno, reinó en el castillo de San Fernando y defendió Tabarca del ataque de unos orcos, capitaneó su propio navío Pirata por todo el mediterráneo, saqueando a todos los señoritos de la costa alicantina para luego repartir el botín entre los más necesitados como si de un Robin Hood del mar se tratase. Lo único que le acompañó en todos sus viajes fue el deseo de que al levantar la vista de su cuaderno y poner el punto final a su relato, volviera a encontrarse en el salón de su casa con el tazón de leche en la mano y al ir a encender la tele sonara el móvil y en la pantalla pudiera leerse “Papá”.

Pero durante 5 años, cada vez que Lucía levantaba la cabeza, sólo veía la inmensidad del mar a veces rota por la silueta de algún barco que removía arena del fondo, o por un crucero que permanecía fondeado allí camino de a saber donde.

Nadie sabe que fue de ella, un día, de repente la explanada quedó un poco más triste: ya no se veían aquellos ojos verdes que se clavaban en el alma y, en las tardes de verano, ya no se veía la silueta escuálida de una mujer sentada en las rocas del Postiguet escribiendo algo en un cuaderno mugriento.

No se volvió a ver aquel abrigo tejido de años, ni aquel gorro cubierto de pena. Sólo se encontró un montón de cartones en un callejón cercano al ayuntamiento en uno de los cuales se podía leer:

"La vida es un libro, quien no viaja no pasa de la primera página. Yo empecé el mío hace años y hoy, por fin terminé de leerlo". Lucía

1 comentario:

El Ocho dijo...

Lo he leido todo y mola un monton, pero del bajon voy a ir a por una pistola y cincuenta cajas de Trankimazin. Escribe algo alegre de vez en cuando tambien eh!!